Como ocurre en los matrimonios sin amor, la relación entre Carlos Ahumada y Carlos Granero tenía que terminar como terminó. Mal.

El rimbombante desembarco de Ahumada puso en un clima de irrealidad a un Talleres que empezaba el año envuelto en la incertidumbre. Hasta que los malos resultados, como un par de piedrazos, bajaron a los albiazules de ese limbo temporal y volvieron los problemas cotidianos, a los terrenales.

Y Granero, tan derruido y agobiado, tan ansioso de salir del ojo de la tormenta por una crítica constante y feroz, desde casi todos los sectores, de pronto había pasado al cono de sombra más absoluto a causa del deslumbramiento por Ahumada. El mecenas, el benefactor, el salvador. Todo lo contrario a lo que venía siendo Granero.

Hasta que justo cuando acaba el verano, la primavera albiazul tocó su fin bruscamente con el tropiezo en el clásico y la caída en desgracia de Insúa. En su último manotazo de un poder del que ya carece, Granero intentó sostener al DT, al menos por un partido más. Pero se trata sólo de un presidente nominal. Unicamente para las apariencias. Las decisiones son de Ahumada y su nuevo entorno, constituido en parte por personajes reciclados. Y Granero optó por abandonar esta desafortunada aventura en Córdoba. Ofuscado pero tal vez sin dolor, porque no debe ser tan fuerte el sentimiento que lo une a Talleres.

Lo suyo resultó poco más que una mera incursión comercial, un negocio malogrado que significó para el club, tanto en lo económico como en lo deportivo, una de las peores etapas de su atribulada existencia.