Julio Moya y Jorge Nahúm escriben tras el triunfo de Sportivo Belgrano que determinó el descenso de la T.

La opinión de Julio Moya: Vuelvan a crecer, vuelvan a creer


No se les puede decir nada. Más nada. Sólo…perdón. Pero ese pedido debe ser de verdad. Sincero. No la frase hecha de ocasión con el descenso consumado. Perdón, redondo. Del que ayuda a crecer. Y del que invita a creer. ¿Qué se le puede cuestionar al hincha de Talleres hoy? Muy poco, casi nada. Porque aquel que llenó el Mario Kempes en el ascenso pasado (paro de colectivos incluido) y en el festejo por los 100 años de la institución, es el mismo que hoy está descostillado del llanto con el carné vencido de esta B Nacional que se va.

Nadie puede discutir el poder del hincha albiazul. Mucho menos el aguante propiciado en peores circunstancias que las de ahora. El hincha de Talleres hoy se puede mirar a la cara y no reprocharse nada. Y, aunque muchas veces se lo subestime, tendrá la capacidad para saber pensar. No se puede tomar como parámetro el que ve todo negativo. O el que ya se cree campeón antes de jugar. Esas irracionalidades no son el común denominador de su tipología. Y aunque todos estén en esa misma bolsa, ganan aún los que vuelven a crecer. Los que aún desde el apoyo en la butaca pueden parar la pelota en un momento tan jodido como el de ahora. Y pensar un poquito. Que ni todo lo que ha pasado es tan, pero tan malo y que no todo lo ganado es tan pero tan bueno. Dentro de la irracionalidad general, el hincha que suele actuar con el corazón, también debe hacerlo con la cabeza. Hoy es un momento así. Felicitarlo por todo lo hecho en estos más de cien años está demás. Ya todo lo ha dado y lo seguirá dando mucho más. Eso es una obviedad. Pedirle perdón debe ser sincero, no volátil. Pero ellos tienen el poder y lo tienen que usar. Volviendo a crecer. Volviendo a creer. Hay que jugar de nuevo. Pues… a jugar.

La opinión de Jorge Nahúm: De lecciones y cicatrices


Entre tanta calamidad junta por el descenso, por otro destierro a un torneo infame, Talleres puede encontrar un leve consuelo: La vez anterior fue peor. Porque en 2009 además de la debacle deportiva de hundirse en un Argentino A ignoto, corría serio riesgo de supervivencia como club. Es que el supuesto mecenas Carlos Ahumada, que había fantaseado con un Talleres lujoso y de punta, dejó tierra arrasada en barrio Jardín. Se llevó lo material y también hizo un despojo de lo sentimental. Y el mañana era incierto, difuso, con un DT como Roberto Saporitti que parecía víctima del delirio al proyectarse en la Copa Libertadores. La cruda realidad era que estaba a mitad del río con la quiebra dictada en 2004, y que el juez Carlos Tale hacía pender como la espada de Damocles el remate del predio, la liquidación de bienes, el final. Ese era un verdadero abismo.

Hoy Talleres pierde la categoría nuevamente por su propia ineptitud. Por la ineficacia del Fondo de Inversión para sostenerlo en una B Nacional competitiva pero que no era inabordable. Pero esta conducción, que no supo resolver las cuestiones de fondo en la cancha, al menos encarriló la situación. Desde aquella patriada de Ernesto Salum pariendo en una situación límite a la Fundación y clamando por la unión de los notables, Talleres salió del coma, de su estado terminal. Y con solvencia económica el club se encauzó, se hizo más prolijo y hasta apetecible. Había que poner dinero y se puso. Al punto que de la drástica determinación de Tale de liquidarlo, pasó al anuncio de Saúl Silvestre de que convocaría a elecciones, con las arcas saneadas, el pasivo controlado y la quiebra a punto de levantarse.

Esa mejoría en la salud, ese fortalecimiento, será el sostén en esta recaída en lo futbolístico. No descenderá en lo institucional, porque el Fondo, con sus errores y virtudes, está dispuesto a seguir y además existen grupos con intenciones concretas de ser alternativas. Talleres no es un páramo desolado. Las pifias se vieron en la cancha. En el laberinto en el que cayó Arnaldo Sialle, a quien un Cacho antes llevaban en anda por el ascenso y terminó en un callejón sin salida. En los reiterados desatinos en el armado del plantel. En la desafortunada elección de Rubén Forestello y, sobre todo, en el imperdonable sostenimiento de un técnico que no le encontraba la vuelta. A tal punto que el soplo de esperanza con Jorge Ghiso apenas resultó una primavera efímera ante el invierno que se avecina.

Las enseñanzas todavía están frescas. Talleres aprendió, o debería haberlo hecho, que no debe subestimar al Argentino A. Que sus habitantes, incluso los más modestos, más que tenerle respeto lo que quieren es ganarle; y también que la billetera no es la respuesta absoluta, para los acertijos de un campeonato que se transformó en una trampa letal durante cuatro años.

Ahora las críticas caen despiadadas. Las bofetadas tal vez sean merecidas y las burlas son crueles. Se rifó prestigio. Se jugó con el sentimiento de una incontable legión de seguidores. Se dejó pasar la oportunidad y la pretendida sangre azul deberá acomodarse de nuevo bajo el puente. Pero no en los escombros, como aquella vez.

Y la principal enseñanza es que del lodo, también surge la grandeza.