¿Se puede comparar aquel gol de Willington o las goleadas históricas de los dos equipos a un partido austero y lleno de miedos?

Seguimos trasuntando candor. Claro que sí. No tiene que ser un esfuerzo mandar un mensaje simple y fácil de entender: aunque el sábado a la tarde esta Córdoba futbolística se paralice y el egoísmo de la pasión resuma un festejo o un lamento a un resultado, no perdamos de vista el espectáculo que, de por sí, ofrece el cordobés en la tribuna, ni lo que potencialmente pueden ofrecer Talleres y Belgrano.

De todas maneras, ese candor, por más aroma a pureza que expanda, bien puede pasar a ser un requerimiento desmedido si no se atienden otras cuestiones que conciernen a lo que está en juego.

El sábado a las 18, unos minutos después del clásico, Talleres y Belgrano podrían tener una sonrisa más distendida de la que mostraron en sus mejores momentos en este torneo, o pueden comprimir aún más los pliegues de un entrecejo de por sí bastante castigado por los rigores de la temporada.

Es que, tras el clásico y su resultado, puede pasar cualquier cosa. Porque, si Talleres pierde y después cae ante Godoy Cruz, la negritud de su futuro puede tomar la consistencia de una muralla. Y, si le pasa al revés, hasta puede levitar y transportarse en un viaje que lo instale en puestos de ascenso.

Similar es el caso de Belgrano. Generoso entre generosos, los celestes pierden o empatan en la misma medida en que lo hacen los demás y nada ni nadie puede quitarle el sueño de amontonar un par de buenos resultados y terminar detrás del inalcanzable San Martín de Tucumán.

Con estas connotaciones, a este clásico nada le puede pasar por el costado. Para como somos los argentinos, una derrota en un clásico puede representar una hecatombe bursátil a la economía de un país y una victoria acabaría con las penas y carencias que siempre acompañan.

Pero eso sí: esto no duraría más que una semana.

Lo que sí puede perdurar -y en esto hay ejemplos de sobra- es la calidad de un partido que tanto puede acentuar las negaciones de uno y otro como la de reformular y poner en práctica actitudes audaces, que hasta ahora no se vieron. Y en esto se involucra a los equipos y a los jugadores.

No hay nada mejor para un equipo que recordar aquel clásico en el que, con buen juego y contundencia en el área, ató de manos a su rival y lo arrodilló en el césped; o el de un jugador al que, en el medio de una reunión, lo hacen acordar de aquella gran jugada que terminó en una no menor exquisita definición que sentenció un resultado.

¿O acaso se puede comparar el recuerdo de aquel gol de tiro libre de Willington, hace ya varias décadas, o el 5 -0 de Talleres en la era Gareca, o el 3-0 de Belgrano en el primer clásico en Primera División, con cualquier otro en el que las cautelas y los miedos sólo dejaron poca huella y un rápido olvido?